Y cerca de Pocitos y del Buceo las esquinas descienden hacia el río con olores a leño ahumado, un aroma a pasado que aún flota indemne ante la nafta. Por Malvín los trolley ya no pasan, pero todavía se ven los chicos de primaria yendo ensardinados a sus escuelas laicas, en esos delantales tableados llamados túnicas, con severidad oriental.
En los vocablos hay sutiles diferencias: no es mandarina, es tanjerina, y no es batata sino boñato. Y aún quedan los incalificables botija y chiquilín. Los postres chajá yacen amontonados en los comercios como artículo infinito, una taxonomía de un único elemento charrúa, alfa y omega de un universo postreril. En la mesa sobrevuela la vieja pulseada entre Norteñas y Pilsen, el café es intenso y los azúcares son de diez gramos, enormes.
Se habla con frases suntuosas, engoladas: es común un "pasarla bien" como saludo final, o calificar todo de "imponente" o aseverar con un "seguro" con acento grande y augusto en la "u"; en sus gestos hacen malabares con mates adiestrados en origen, termos que conservan verticalidad de asombro, o porongos colgando de bracitos con la nimia esperanza de no caer del dueño. Ah, si el ADN ayuda, las próximas generaciones de orientales vendrán con tercer brazo cargador de termo.
Y sigue el balance, y es bueno: platos abundantes, colores chillones de publicidades sesentistas, troncos pintados en tricolor de viejas elecciones, avisos en la tele con eco hacia el pasado, la triste nostalgia del parque Rodó y del Centenario, más gente buena que mala, más mina sin tanto adorno, y sin embargo una estúpida tendencia a copiarnos en lo malo, y nunca sabré porqué.
Mañana, de vuelta a Montevideo.
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