
El ritual varía levemente desde otras veces: no hay cumbia villera, no hay música nacional, un animador crooner patizambo canta New York y se intenta un karaoke forzado. El vino merece algún milagro de Canaan, pero contribuye a hacer más picante la conversa entretejida entre los diez o doce de la mesa -por suerte todos conocidos o amigos, nada de melifluas frases políticas-.
La fiesta hace estragos y en la mesa nos sentimos levemente mejores que el resto, en un desempate por penales. Más cambios? Los mozos hacen entradas triunfales con músicas heroicas, los bailes se entretejen con el menú, los archivos de pocos megas hacen que las fotos de la entrada estén en el powerpoint de la salida. Todos felices, hermanados en el amor digital. Los chicos crecieron y se casaron.
Hoy añoro ocho horas de sueño. Me subo al globo Montgolfier de mi propia percepción, y anhelo la comprensión de un espiritu dickensiano que pudiera abarcar en su mirada a todas las fiestas del orbe desde su creación: Baco, Quetzalcoatl, Kali, San Juan, Kirchner. Podrá sentir este espíritu el palpitar de todas esas pulsiones, lo real en lucha con lo efímero, los viejos tramando vigencias de algún signo, la sexualidad en miradas oblicuas, los jóvenes despreocupados y borrachos, los homenajeados y los festivos a ultranza, todos corriendo a apurar esa forma inmemorial y urgente de vida que es la fiesta.
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