Contemplaba lo que ocurría en el club con una serenidad mediocre: me gustaba ver la soledad de la pista de atletismo mientras elongaba, escuchando los pajaritos y los trenes al pasar. Disfrutaba de la enorme contradicción de sentirme en el centro de Palermo, inmune al ruido y a la especulación inmobiliaria. Jugaba a pensar que de morirme, querría que se arrojaran mis cenizas a la pista de atletismo; era un idiota, soy un idiota, pero eso nos pasa a todos.
Y así estaba justamente el día en que todo ocurrió. Pensando en cuántos años ya de repetir el ritual de estirar las piernas sobre la baranda de la pista, de despintar los barrotes al estirar gemelos, de lo bien que me sentía tras correr diez kilómetros a un paso cansino. Los viejos y las viejas sólo pasaban por la pista como paso obligado a las canchas de tenis del fondo. Uno los veía dirigirse allí con sus ropas raídas, y allí fue cuando escuché que estaban llegando las Brigadas de Macri.
Continuará
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