De muy chico recuerdo una mampara enorme que dividía el ambiente; años después -detonar cambios siempre nos llevó tiempo- caímos en la cuenta de que el living estaba a oscuras. Hay cataclismos que signan una familia; así fue cuando la mampara fue abatida y convertida en entrepiso del cuartito de la plancha -no puedo ponerlo con comillas, sería faltarle el respeto-. A partir de entonces sólo quedó una biblioteca y un aparador como división entre mi cuarto y el living, y el lugar de paso quedó a la derecha. En el living propiamente dicho quedaban cuatro sillones igualmente incómodos, muebles de escaso relieve y un último y desvencijado sillón enorme cuya locación variaba según su inutilidad, donde el gato dormía su siesta y hacía nido de pulgas. La mecedora inglesa estaba cerca de la entrada, lejos de mi territorio.
Había fantasmas de distinto tenor que competían por ser notados. Cerca de la entrada estaba el cuadro de una desconocida y disgustada abuela Victoria, y a su lado, un reloj de Escasany de campanadas tétricas. De noche ocurrían dos fenómenos: de los hierros de la calefacción surgía un cric-cric con el vaho del calor, mezcla de potestades de Lovecraft con alguna entidad en avernos de subsuelos -fui al sótano una vez; no me repongo. El otro efecto sugestivo eran los rombos extraviados que surcaban el techo. Años de terror después alguien me informó del rebote de la luz en los techos de los autos. Yo sé que no. Las leyes de reflexión no sirven para explicar la forma en las figuras evadían los rincones del techo del living, oscilaban y fugaban hacia la puerta.
Me pregunto qué pensará de todo esto la nueva propietaria.
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