Un sujeto A va a un telo. Al ir a buscar el auto al garage, se topa con el de su amigo B, compañero de años. Urdiendo una especie de joda, le quita dos tazas al auto, y se marcha del albergue. Camino de la cancha al domingo siguiente, pasa por la casa de B y en el umbral de la puerta le anuncia que tiene lo que se le perdió hace unos días; insiste, le pregunta por lo bajo con qué mina habia ido al telo. B no hace comentarios. Entra a la pieza y con tranquilidad le comenta a su mujer que su amigo A había encontrado lo que a ella le habían robado en el supermercado.
A jamás volvió a saber de B o de su esposa.
El tipo en el subte le habla a su compañero. Le contesta éeeh, o cómooo; en realidad lo escucha, pero esgrime una sordera mal fingida para restarle importancia; cuando toma la palabra refulge, es mucho más él -todo el subte es él- y sus historia de secretarias y directores. También el ignoto entorno le sirve de público. Cuando su compañero se despide y baja del subte, su escenario se disuelve, y su rostro pierde brillantez. No lo escuchan, y baja la cabeza.
Un cuarentón post hippie camina por Bartolomé Mitre y está por cruzar. El tipo es raro, algo panzón, con detalles que desentonan: lleva el pelo largo, cano y raleado en la coronilla, atado con una cinta. De pronto, al comenzar a cruzar la calle, se le caen los puchos. Durante seis o siete segundos se agacha, levanta el paquete y dos o tres cigarrillos que se le habían escapado; recién ahí gira la cabeza hacia la izquierda -aún agachado, como descubriendo el vago peligro- pero advierte que aún puede levantarse con lentitud y proseguir el cruce, esquivando autos. Es una lucha de potenciales químicos en el cerebro: la conservación del vicio, y luego el instinto de la autoprotección. Mira con desprecio a los automovilistas que le tocan bocina, y llega exitoso a la otra acera.
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