GRANADA.- "Estoy desesperado, ps, m´hijita, esto no es vida. Se van los meses, se van los años y yo acá. No, ps, m´hijita, para Navidad no puedo volver, la aceituna termina en marzo, ps. En cuanto cobre me yegreso, ya se lo he dicho muchas veces pero ahora créame, ps, m´hijita, esto se acabó, en España están todos parados y a los que no tienen papeles quién va a tomarles, ps. No hay trabajo, m´hijita. En Bolivia tampoco, ia lo sé. Qué yemedio nos queda, si Dios nos quiso pobres así ha de ser nomás. El dinero no es nada, ps. Yo lo que quiero decirle es que estoy muy orgulloso de usted, m´hijita, porque se queda sola estudiando y no anda con novios... ¿Ah, sí? ¿Y qué edad tiene? -la voz sonó súbitamente preocupada-. ¿Y es yesponsable?"
Pero el fenómeno sobrepasa el perímetro de esas cuatro paredes transparentes, donde un papá desesperado, aceitunero acaso clandestino en un país "parado", que ve aumentar el desempleo minuto a minuto, quedaba tan visible como audible. En todas partes el locutorio le sirve al inmigrante para mantener la ilusión: mientras pueda hablar, no habrá cortado el hilo, como sí lo hacían nuestros abuelos al subirse al barco.
En España acaba de salir un libro de una pedagoga argentina, Nora Rodríguez, titulado Educar desde el locutorio y destinado a un nuevo tipo de inmigración, sobre todo latinoamericana: la de las madres. Como para el trabajo doméstico y el cuidado de niños no hay desocupación, cada vez más mujeres, tan desesperadas como ese padre del domingo lluvioso, deciden cruzar el charco en busca de fortuna. Para citar a María Antonia Sánchez Vallejo en El País de Madrid, estas mujeres "revolucionan el modelo patriarcal al convertirse en sostén de sus hijos y asumir a distancia la desgarradora relación con los niños desde otro continente".El locutorio encierra trampas, debidas a la frustración que cada charla provoca y, a la vez, permite mantener la relación familiar (...) Es por eso que en su libro, nuestra compatriota pedagoga propone una serie de diez consejos para "ser madre por teléfono".
En primer lugar, se trata de reemplazar las órdenes, que la distancia vuelve caducas, por los simples deseos ("sería bueno que" en lugar de "tenés que"). En segundo, no cantarle muchas loas al país de acogida para que el hijo no se engañe pensando que la madre, o el padre, están en el paraíso. En tercero, jugar: canciones, adivinanzas o trabalenguas pueden ser telefónicos. En cuarto, reír. En quinto, no llorar, o abreviar el llanto lo más posible si no se logra esquivarlo por completo. En sexto, dar consejos pero no cargar al nene o al adolescente con una retahíla abrumadora por el estilo de "los hermanos sean unidos porque ésa es la ley primera". En séptimo, no vivir comparando la vida de antes, cuando estaban juntos, con la separación de ahora porque es muy triste. En octavo, decir y repetir palabras de amor. En noveno, no exagerar con los regalos para no mostrar que a uno la culpa lo carcome. Y en décimo, elogiar al hijo y asegurarle, como lo hacía instintivamente el boliviano de mi cuento, "estoy orgulloso u orgullosa de vos".
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