Se ha hablado de gestos del pasado, y de objetos desaparecidos. El episodio del humo sobre Buenos Aires provocó el retorno de un olor olvidado, y es el de los viejos quemadores que la municipalidad obligó a retirar de los edificios hace más o menos un cuarto de siglo.
En cada piso de los edificios “modernos” del Buenos Aires setentista habia una falsa puerta que ocultaba un pequeño conducto a los avernos. Era un espacio pequeño –menos de un metro cuadrado- donde los propietarios arrojaban su basura tras abrir una tapa metálica vertical de unos veinte centimetros de lado. Tirando de una manija se abría esta puerta trampa, por la que apenas pasaban las bolsas de basura. Al hacerlo surgía un olor muy semejante al de estos días; las mentes infantiles y alarmadas confundían esto con sitios infernales. Recuerdo que al arrojar las bolsas de residuos a esos pozos, era posible escuchar el paff lejano unos cuantos segundos después, en función de la altura del piso. No había evidencia de Infiernos, sino más bien de que las leyes de la cinemática se cumplen a rajatabla.
De chico no lo sabía, pero miles de avernos semejantes estaban conectados al exterior por chimeneas que asomban en las terrazas. En la práctica, esto significaba un géiser perpetuo de hollín que ennegrecía la ropa de quienes se animaban a tenderla en la terraza. Era una época rara: la gente tomaba sol hasta carbonizarse, no existía la protección solar, y probablemente no había blanqueadores ni secarropas. Imagino que entonces, en la ciudad, habría un olor semejante al de estos días. Entonces era algo común; estos días, Crónica lo señaló como el Apocalipsis.
La cruzada absurda del gobierno sería simular más incendios, atribuirlos a la gente del Campo, y ponerse a cantar a lo David Bowie:
“Ashes to ashes, funk to funky /
We know Major Tom’s a junkie”.