-Los que quieren entrar, por acá. Y los que quieren salir, por acá.
El idiota de turno de la entrada pretendía que ambos bandos mantuvieran el orden en su encontrazo. Cualquiera sabe que las peleas no saben de orden: ocurren justamente cuando la gente se harta de ese mismo orden. Los dos grupos pasaron prestamente por encima del guardián de la entrada, como dos colores que se fusionan, desde afuera la turba celeste-macrista de los ex Guardias Urbanos -los ahora Gordos Cyan-, y por el otro los viejos tostados hasta el cáncer, con slips en furioso rojo, a lo Tim Burton. Se midieron por unos segundos, y aquellos que se sentían más observados -no necesariamente los más valientes- comenzaron la pelea. Los viejos arrojaban camastros y reposeras desde la improvisada trinchera de la caseta de los guardias; los Gordos Cyan cargaban con bastones. Los socios contemplaban, y de vez en cuando, sacaban fotos. Las viejas que jugando Burako intentaron filmar con una cámara VCR del '92 que había quedado sin batería. Alguna se volvían, desalentadas, hacia la clase de elongación que estaba por comenzar o hacia el juego de Scrabel en la pileta, pautado para las 17:30.
Las escaramuzas eran lentas, y espaciadas. Los colores no se fusionaban del todo. Para cuando llegaron la prensa y los Amigos del Lago -un poco para hacer bardo, otro poco para ganar unos metros del terreno ante futuros juicios- había heridos de ambas partes, y algunos viejos se acercaban con cerveza para calmar los ánimos. Los reporteros emitían en directo intentando la consonancia de efectos: gente con aspecto presentable ante las cámaras y viejos que no hicieran gestos obscenos por detrás. En el fondo, era imposible: los viejos se cagaban de risa y pedorreaban ante cualquier circunstancia. Los reporteros meneaban la cabeza, disgustados: -Con estos viejos no se puede laburar.
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