Como detalle final del viaje, los visitantes desfilábamos en torno al
zig-zag de la línea
de montaje esgrimiendo un interés decoroso. En medio del
tedio general, se filtró la noticia de que había alguna especie de premio. Tal parece que debíamos charlar unos minutos en la sala de reuniones
con el CEO, y de algún modo, alguien sería premiado. Otro aguinaldo, decía un
paraguayo untuoso. Un viaje, opinaba el chileno, achinando los ojos con
pretendida astucia. Esperábamos de pie, en la antesala, entre bromas
predecibles y miradas hacia la puerta. La secretaria proyectaba una fealdad augusta y democrática, como haciéndonos saber que nada bueno sale del trato con las altas esferas.
La puerta se abrió con renuencia, dejando ver una gran sala
con una enorme mesa. Los primeros en entrar sufrieron la duda bíblica: sería mejor ocupar los mejores lugares o acumularse en un rincón mientras entraba el
resto? Finalmente, el batallón de JAPs –lo aclaro con vergüenza, éramos un grupo de "Jóvenes de alto
potencial"- ingresó, e inadvertidamente entró también el CEO. En el centro
de la mesa
había un exquisito libro de hojas de seda, casi una pieza de sushi literario, por
algún motivo venerado por toda la organización. Sobrevino el silencio, seguido
de un inventario de presentaciones de rigor y sonrisas forzadas.
El CEO tenía rasgos orientales y nacionalidad presuntamente
peruana. Se sentó cerca de mí; sus rasgos no eran suavizados por esa visión de
perfil. Él mismo se presentó en voz inaudible, y nos pidió que opináramos sobre
el libro. Hubo un titubeo. Creo que fue el brasilero Odimar el primero en tomar
la palabra, alabando el peso imperceptible y los trazos ágiles en la seda.
Hablaba en mayúsculas, en una especie de éxtasis donde los anglicismos se
filtraban casi con desdén en el español tamizado de vocales nasales. El resto
de los JAPs lo siguió casi en el mismo estilo Brasil lidera. Allí fueron las cabezas bajas, el estupor y la consternación de quien se sabe escrutado. Cuando
me llegó mi turno, fui igualmente escueto y vano. El libro era claramente
apócrifo, esa calidad de papel no hacía juego con el burdo español de sus
páginas. Creo que hasta exageré en mi brevedad.
Con una maestría mucho mayor que la del libro, el CEO fue escaneando nuesrtas
vidas de manera imperceptible. Levantaba la mirada,
identificaba al próximo interlocutor, y le hacía cortas preguntas, silbantes, como un latigazo. Las
respuestas eran farfulladas, excesivas, altisonantes. Una parte de mí se
replegó en un doblez de mi alma,
y me reí silenciosamente con cada intervención ajena. Cuando llegó mi turno, el
CEO se ladeó levemente, para evitar una mirada demasiado cercana. Fingí que balbuceaba
la respuesta –como si la responsabilidad del momento me sobrepasara- y me dejé llevar hacia
lugares comunes, como
mi familia y los viajes excesivos; creo que hasta bromeé con el jet-lag. En
fin, mentí a rajatabla. Cada uno en la mesa
había sido fiel al libreto de su nacionalidad, como si nos viéramos urgidos a cumplir todos
los clichés de la region. Las hojas del
guión no se habían traspapelado, eramos tan predecibles como la falsedad del libro-sushi.
El CEO se excusó por un llamado y abandonó la sala. En ese
momento nos permitimos preguntarnos por ausentes y realizar alguna estocada más
a fondo. Alguno se cobró viejas deudas de reuniones anteriores: eso no estaba
mal visto. Nos dijimos, la próxima reunión será en Europa. En eso entró la secretaria y reemplazó el libro venerado por una torre más prosaica
de sandwichs que empezó a decrecer. con velocidad alarmente. Munido de un fosforito de jamón y queso argumenté que la empresa se
iba a la mierda. Un par de JAPs, de Bolivia ellos, aplaudieron mis palabras con entusiasmo. Nuevamente se abrió la puerta, y la secretaria detuvo esa expansión, y nos pidió que dejáramos libre el despacho.
La torre de sandwichs quedó derruída, y del CEO no hubo noticias. Hasta el día de hoy me pregunto si el premio fue efectivamente la torre de
sandwichs o la contemplación del libro venerable.
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