El ejercicio meticuloso de la vanidad supone el desconocimiento casi absoluto de esta condición. Casi nadie registra para sí esa necesidad insolente de aparentar ser mejor. Para el espectador imparcial esta persistencia es molesta y algo ridícula, pues se nota en el otro una energía excesiva en el cuidado de ciertas verdades que no pueden ponerse en duda.
Y esta plaza llena de militares en Quito, qué pretenden. “Presenten arrrr…”, como si con esto o con las decenas de medallas colgando en el uniforme, resurgieran cualquier gloria. A un costado de la plaza hay otro ejército, pero de lustrabotas, y me decido por uno. “Pasta o tinta?” me dice. No entiendo. Lo que mejor quede. Mide menos de un metro cincuento y me pregunto cómo quedarán mis zapatos luego de esa extraña molienda que se produce en su superfiice. Van a quedar más claros, me digo, ya visiblemente molesto.
Llevando esto al extremo, quien pretenda parecer top en cualquier disciplina busca parecerse a algún estereotipo. Nótese en que estamos en la corteza, en lo exterior; el vanidoso no busca la excelencia, sino su sombra consistente. Pero esas sombras se confunden entre sí, y ocurre que los vanidosos se parecen mucho. Ay de ellos si supieran que la búsqueda del glamour los ha apartado de la originalidad.
Varado en Bogotá. Ezeiza cerrado y las consecuencia se sienten en el exterior, como ondas en un estanque. Son quince horas de demora, y nos llevan a un hotel de medio pelo en una autopista en eterna reconstrucción. Le ladro al conserje cuando sugiere que hay que compartir habitaciones. Le ladro a la gente de Aerolíneas Argentinas cuando admiten que no tienen el sistema para hacer upgrade. "Qué pena señor, no señor". Son amables pero de un modo untuoso, oblicuo, que me ofende aún más.
Las vertientes de la vanidad más evidentes son las que se centran en cuatro o cinco cuestiones evidentes: belleza, dinero, fama, hasta inteligencia. Hay quien se jacta de ser inteligente, y al instante deja de serlo. Existe una vanidad más sutil, acerca del tiempo y de la felicidad. Una cirugía estética o un bronceado perfecto nos hablan de una preocupación por la belleza –dentro del género de las vanidades evidentes- pero también se refieren al poder de detener el tiempo o de usarlo al mejor antojo.
Tiempo. Quién me devuelve mi tiempo, en ese hotel antes, y en este aeropuerto ahora. Ningún trabajo merece esto, que le digan a otro que viajar es placentero. Salgo a correr por la autopista destruída, la gente me mira pasar como a un demente, y creo que es eso lo que soy. Nadie más corre aquí. Me pierdo, y advierto que nadie sabe dónde están mi hotel.
Finalmente, creo que hay gente que se vanagloria de su felicidad. Este subgénero es reconocible por un optimismo a ultranza, una energía que sólo puede provenir de fármacos, y una dificultad de solidarizase con el otro en los trances difíciles. “No, yo a los velorios no voy; es muy mala onda”. Pero denme a los tristes, a lo inconclusos, a aquellos que son sensibles a la imperfección del mundo. Denme a los inseguros, a los feos, a los que tienen mala suerte e incluso a quienes atraen tempestades. Pues de ellos no será el Reino de los Cielos, pero contarán con mi simpatía, pues no hallaré en ellos ni un atisbo de vanidad. Y habrá quien, al leer esto, identificará algo de vanidad en mí; pues bien, les diré que es la dosis mínima que me han recetado para evitar males mayores. O eso es lo que yo prefiero creer.
Vuelvo al hotel. Duermo dos horas. Nos llaman para ir a Eldorado. Y aún no sé si me habrán de pasar a Business, como merezco.