Pasó minuciosamente por cada decepción posible en la vida del corredor. Pronto descubrió su falta de velocidad en los eventos de pista: con una convicción insana se dijo que lo suyo era lo opuesto, la resistencia, y se volcó a la distancia madre de 42 km. Fue más allá, averiguó sobre ultramaratones. Se anotó en el Espartatlón de 240km para abandonar meses antes. Se cocinó lentamente en el infierno de los atletas sobreentrenados, y comenzó a inventar distancias intermedias donde no tuviera registros a mejorar. Se confesó ante sus amistades: “soy recordman en los 12,5 km”. En fin, enchapiteció.
Lo que lo convertía en ejemplo de sus compañeros de Racing –y en motivo de escarnio por parte de sus amigos de Estudiantes- lo limitó aún más como jugador, si tal cosa era posible. Hizo con las críticas lo que sugeria Nabokov con sus libros: bostezar y olvidar. Cuando entraba en los segundos tiempos chocaba contra rivales y se cansaba rápido en los piques cortos, que corría a anotar prolijamente a su Excel como “pasadas de 50 metros con recuperación variable”. Fue separado del plantel y ofrecido en préstamo sin cargo a un oscuro club de Oruro, Bolivia. Le dijo a sus íntimos que “había aceptado este préstamo para poder entrenar en la altura”.
Algunos libros de texto de Fisiología del Deporte rescatan la curva del declive atlético que acompaña esta nota. Lacónicamente, tiempos obtenidos en eje Y, años en el eje X. Rápido apogeo, lenta declinación y feroz desencanto: todo en el Payaso es metáfora del decaimiento atlético del ser humano, y de la desangelada epopeya racinguista. Toda nuestra vida es, finalmente, bostezo y olvido.