Los mundiales de fútbol son buenos clavadores de recuerdos. Pueden parecer escapismos, generadores de chauvinismo, o disparadores de consumo de LCDs. Pero sirven para atornillar sistemáticamente recuerdos aislados, ráfagas nostalgiosas de situaciones amontonadas de a cuatro años. Nadie podrá criticarlos en ese sentido, o al menos no más que a las píldoras de la memoria. Pero la vida sigue.
Probablemente yo recuerde este Mundial de Sudáfrica no tanto por mis diálogos con el Payaso Lugüercio -un defensor a ultranza de Verón- ni por mi animosidad contra la Religión Maradoniana, más defensora del talento que del esfuerzo. Más bien lo recordaré por mis lecturas entremezcladas de Cordwainer Smith y Pedro Mairal, quienes sólo se parecen en lo buenos que son sus libros.
En un rincón Smith, con un sci-fi berreta pero efectivo de los sesenta, hablando del espacio como el Arriba-Afuera, humanos que deciden ser máquinas para combatir el Dolor del Espacio, y un futuro remoto donde la Instrumentalidad controla todo. En el otro el increíble "Salvatierra" de Mairal, con sus paisajes oníricos y ribereños, la lectura que hace el hijo del padre a través de los años, descubriendo una pintura kilométrica, y el lento abandono en que trasncurre la obra. Cordwainer es positivista, imaginativo, cree en el futuro y hasta esboza medio siglo antes los SMS con que los Observadores escriben en sus pizarras: "Pr fvr qrd" se intuye como "por favor querida". Mairal en cambio fluye como su río hacia el pasado, se regodea en el abandono y la desidida del paisaje provinciano argentino, y esquiva los diálogos en el personaje principal, mudo, que apenas logra comunicarse a través de los trazos de su pintura.
Dice Cordwainer Smith: "Los ojos grises y compasivos miraban a Helen, y era él ahora y no ella quien dominaba la situación. Helen miró los ojos. Aquellos ojos habían estado abiertos cuarenta años en la oscuridad casi completa de la menuda cabina. Los débiles tableros habían llegado a brillar tanto como soles llameantes, lastimándole las cansadas retinas antes que él hubiera podido apartar los ojos (...) De vez en cuando él había mirado el vacío negro, y había visto allí las imágenes de los tableros, negro claro contra negro oscuro, mientras los kilómetros de velas absorbían el impulso de la luz y aceleraban la nave en un océano de insondable silencio".
Y responde Mairal: “Después Salvatierra empezó a pintar a mi hermana de un modo menos doloroso: ahogada, como dormida, purificada por el río, una Ofelia de aguas cálidas y turbias. Salvatierra había querido pintar la fuerza del río en su tela, y el río le había pedido a cambio a su hija de doce años. El río se la llevaba despacio pero implacable, sin que él pudiera detenerlo. Y así la pintó: Estela ahogada en el remanso de los sauces; Estela entre los peces monstruosos, su pelo enredado entre los juncos de la orilla, su vestido pesado, los párpados en la corriente calma; Estela apenas visible bajo la superficie, entre las nubes del reflejo del agua”.
En fin, somos espectadores. A menudo procastinamos, demoramos a sabiendas, evitamos decidir y nos refugiamos en partido de fútbol o en un libro, a veces suponiendo con vanidad que éste es mejor que aquél. Yo comparto este engaño, pero prefiero ir más allá, y tengo una visión. Imagino una secta de barrabravas cultos que ingresan al Ellis Park al grito de "Vean el Mundial / y lean a Mairal", ganando el acceso -sin entradas, claro-, buscando hooligans a su paso, y desagarrando copias de "El juego de la rata y del dragón", de Smith, con un estúpido nacionalismo, en medio del ulular de las vuvuzelas.
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