
En el hotel no hay agua, no hay Wi-Fi, no hay desayuno incluído. Por supuesto, el dólar vale sólo dos bolívares. Pregunto qué pasa y la respuesta a lo que ocurre siempre lo tiene otro "yo recién llegué" me dicen. Tal vez la última respesta la tenga Chavez, cuya foto domina las discusiones en el lobby del hotel. Pero si hay dólares todo se aclara súbitamente. Y las empresas esperan en Parque del Este, como del otro lado de un muro, y camino al aeropuerto hay campos de golf que desmienten la propaganda, y entiendo que estoy a mitad de camino de Cuba. Se puede hacer negocio o hablar con gente inteligente? Se puede. Y entonces, cómo entender esas hordas de militares, y esas convenciones de deportistas y esa propaganda turística -pero no, en el aeropuerto ni un mapa de Caracas-. En el aeropuerto debo pagar 75 dólares de impuestos para abandonar el país. Pregunto qué es la "F" al lado del signo de bolívares. "Fuerte", me responden, sin sonreír. "Fabuloso", respondo.
Un rato y un Avianca después, Bogotá es distinto, quieto, fresco, menos estridente. La gente es más humilde, pronuncia distinto, elige bien las palabras. La ciudad es predecible, con su centro reticulado de calles y carreras mirando las montañas verdes. La zona T tiene muy buenos restaurantes, de todas las cocinas posibles. El taxista de regreso al aeropuerto de ElDorado entrega en preciso castellano el resumen: "que Chavez no se enoje demasiado con los yanquis, ni nosotros con los narcos: si pasa eso, quién se ocupará del Norte bolivariano?".
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