
Tómese mucha inversión, ponga un arquitecto fanático de rascacielos con poco criterio estético, inunde todo de autos y mézclese todo sobre un pantano: tendrá Ud a Santa Fé. Entre reunión y reunión leo algo de historia mexicana, y puedo entender el resentimiento que asoma en las miradas achaparradas y morenas. A un día de arribado, los diálogos ocurren aún levemente desplazados de su baricentro, pero como a los dos mil metros, a la altura del bosque del Chapultepec. Será el jet-lag o la altitud? Estoy cansado. No obstante, cena en Polanco: el mozo hace como que nos entiende, y la gente pretende que los mariachis les gustan a todo el mundo.
Mayas, aztecas, españoles, habsburgos y cientos de rebeliones en medio. Como si siempre faltara un "claro" por aclarar, o como si la muda mirada de rencor indígena llevara ya medio milenio. Y al final del día dos, ese maitre achaparrado, que manos en jarra y peinado con gel en puntitas, recrimina a sus congéneres con desdén por servir tarde el café a los Blancos. Y por encima de todo, la Torre del Ángel -muy Siegessäule y berlinesa, en la avenida de la Reforma- juzga todas esas miradas que van hacia un cielo donde se codean el dios de los europeos y la Serpiente Emplumada.
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