Me escapo al baño, a mitad de mañana, para escapar de un tedio laboral tolerable. Se sabe que no todos los retretes son iguales: uno deliberadamente elige uno por suponerlo menos frecuentado y más limpio. En ese intermezzo sanitario me olvido que existe el mundo. Hay susurros, afuera, dos meadores diurnos, dos jinetes de la cerámica que cabalgan en el viento sosteniendo con dificultad sus miembritos. Una voz es conocida y directorial. La otra voz es solamente conocida. El director es quien inicia el diálogo.
Lenny: -Cómo anda el gimnasio?
Martín: -Perdón?
L: -Oíme, ayer se fueron casi cuatro horas.
M: -… (vacila, escoge el tono de cordero en el sacrificio). Bueno, señor director, usted está exagerando un poco…
L: -Realmente? Mirame. Te parece que estoy exagerando?
M: -No, lo que pasa es que…
L: -Pero la puta que lo parió.
M: -Qué pasó?
Se advierte un leve movimiento de pasos, y un movimiento que raspa la tela.
Habremos llegado tan bajo, me pregunto.
Lenny: -Pero, mirá, me mojé todo. Uy, los pantalones. Qué cagada.
Martín: -… Je, eso te pasa por peleador.
L: -Pero la puta, tengo gente en la oficina, y aparecer así, todo meado…
M: -Bueno, pero mirá, se puede arreglar. Vamos allá, que con una servilletita…
L: -Pero no, mirá, qué cagada.
M: -No, pero te explico. Entrás a la oficina con una carpetita y listo. Querés que te traiga la carpeta?
L: -Pero qué boludo. Y eso que me la había sacudido. Una vez cuando estaba en el Liceo me pasó lo mismo, pero me limpié y mas o menos zafé. Estaba de imaginaria.
M: -Ah, claro (conciliador). Qué momento, no?
Se oyen unos pasitos alejándose tras el lavabo, y se van, como grandes amigos.
Las tragedias reconcilian a la gente.