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Hace falta decirlo? Para los argentinos Ezeiza es sinónimo de éxodo. El vuelo a Ginebra es pasar a una dimensión tamizada de científicos yendo a trabajar al CERN, futbolistas de segunda clase buscando su lugar en Europa y ocasionales turistas.
Suiza parece un mundo feliz. Es un país extraño donde la naturaleza es pródiga y la sociedad guía a los niños rubios por rieles de conformidad, rigor y orden. El inventario es parco: cuatro cantones, una constitución en permanente cambio, cuatro idiomas y una racionalidad a toda prueba. Neutralidad como sustantivo favorito y discreción, como herencia calvinista.
Desde la entrada en Ginebra, todo es prístino, claro y conocido. A la salida del aeropuerto se ven los Lamborghini estacionados como si tal cosa. Cualquier ligera desviación del orden es prontamente multada en cantidades pequeñas (amendement), pues más vale agachar la cabeza por diez francos que mostrar el costado latino. Cero de autos viejos, cero de papeles en la calle y sonrisas helvéticas de dientes apretados.
La argentinidad es una condición difícil de ejercer aquí. Es preguntar en inglés y ser corregido en francés. Es la gentil indicación del interlocutor, señalando la explicación en el cartel que vos no supiste leer a tiempo. Es un orden minucioso e insoslayable, un inventario de salutaciones y cortesías. Desde luego, ellos tienen razón.
Una noche apurada en Carouge, un suburbio a las puertas de Francia, una especie de San Telmo mejorado con mesitas a la calle y sótanos con música latina. Aquí se presume que la diversión es un rubro más del nomenclador, y hasta se escuchan algunas risas. No como en Zurich, se me asegura con énfasis, donde el orden es más estricto.
Dicen que no hay más ladrones aquí que los franceses que cruzan la frontera, desde Lyon, para robar autos y hacerlos “explotar” contra las vidrieras para robar joyas. Pregunto asombrado si no sería más práctico quedarse con los autos. Me miran, incrédulos: “y cómo los venderías?” Es cierto, aquí hay orden y justicia.
Seis de la mañana. Salgo a correr a la orilla del L’Arve y acontece que infinitas señoras con infinitos perritos estorban el paso. Soy minuciosamente condenado en varios idiomas, y yo las mando gentilmente a sentarse al Jet D’Eau, una impresionante columna de agua de doscientos metros que domina Ginebra; este mojón sea probablemente lo único realmente erecto en un sitio donde los niños son pocos y los embarazos, una feliz excepción.
Diez de la mañana y debo atravesar Ginebra para ir a la estación de tren y huir hacia el congreso en Lausanne. Mi amigo Rafael me lleva por una ciudad desierta, señala un parque circular, y me dice que estamos en PlainPalais. Enumera muertos célebres: Piaget, Calvino, y Humphry Davy. Le pido detener el auto y fijarnos si podemos entrar. La puerta está abierta, no hay guardianes ni gente, y el cartel confirma mis sospechas: “Borges Jorge Luis, 735 6”.
En un rincón sombrío y florido, hallo la tumba, con runas sobre su lápida. “And ne forhredon na”, dice, una especie de “No Temáis” del líder Byrhtnoth a sus seguidores. El reverso de la piedra sepulcral nombra a la espada Gram no ya en un combate, sino como signo de separación entre dos esposos. "He takes the sword Gram, and lays it naked between them”: la cita de la Saga Volsunga prefigura la disolución del tardío casamiento de Borges con Kodama. Anoto mentalmente investigar a mi vuelta por qué Borges yace aquí.
Ya en Lausanne, lejos de la opulencia ginebrina, el promedio de edad de la gente desciende veinte años y hay un fervor juvenil y naive de monopatines a orillas del lago. El congreso que me ocupa me devuelve gentilmente a mi condición de argentino: el inglés, lengua oficial, es mandado amablemente a un rincón a la hora del almuerzo, y los chistes están hechos de un insondable francés o alemán –casi todos los congresales son germanos-.
Lausanne descansa sobre la costa del lago Leman. La parte más cercana al lago, el “Ouchy” forma junto con la estación central de tren y el viejo centro la columna vertebral de una pequeña ciudad de colinas, que de todas formas se recorre caminando en pocas horas. Más allá de presumir de su condición de “ciudad olímpica” y de su Marathon de Octubre, Lausanne es discreta, pequeña y pulcra, como la mayoría de las ciudades helvéticas.
La Universidad de Lausanne –donde se desarrolla el Congreso- está a unos diez minutos del Ouchy. Los claustros están desiertos y el sol aún brilla afuera en el otoño boreal. Todo esto se halla a años luz de mi época de estudiantes en Exactas, pues todo parece favorecer la posibilidad de que uno estudie. Todo está permitido, todo está a disposición, la biblioteca tiene todos los libros y las PC están libres.
Finalmente, tengo un día libre. Algo de vértigo: cómo conocer el país en un día. La chica de la oficina de turismo se agarra la cabeza: no entiende que no haya planificado antes esto. Me recomienda algo sobre Montreaux, un lugar en la costa opuesta del lago, donde “mañana habrá un 70% de sol”. Vagamente, ese sitio me suena a jazz. Asiento, compro un único ticket que engloba paseo en lancha, tren a las montañas y entrada a un pequeño y delicioso castillo, y dejo mi equipaje por cinco francos en la estación de tren.
Intermezzo Montreaux
Aquí estoy en medio del lago Lec, ese agujero pequeño en el extremo sudoeste de Suiza, flotando hacia Montreaux. Todo está cerca y en una hora y media de navegación costera llegaremos; cada centímetro cuadrado de los pueblitos costeros está minuciosamente aprovechado. Carreteras, autos, viñedos, bruto centro mundial de Nestle, y millones de flores. El grupo de turistas yanqui al cual me sumé para disfrutar del primer piso del crucero compite en hacer comentarios ingenuos. Aparece el oficial, saluda, y me multa por estar en el sitio preferencial. Otros diez francos, y tres por la reposera. Los yanquis me erigen un panteón de palabras en torno a la tranquilidad con que me dejé avasallar, y les digo que soy argentino. Ah, entonces jugás al polo. Sí, les digo, y les pido que me tomen una foto.
Llegamos al castillo de Chillon, siglo XIII, perfecto estado de conservación y folletos en cada idioma. Me impresionan las letrinas, la sensación de enclave estratégico a pesar de los siglos y los presuntos graffittis de Lord Byron acerca de los prisioneros. Me sumo a un grupo de turistas japoneses con guía incluido y saco algunas fotos de rigor, secretamente convencido de que no reflejaran lo magnífico aunque austero del sitio. Finalizada la ceremonia de sentirme turista, vuelvo caminando a Montreaux, y de ahí tomo un tren de cremallera que asciende a 45 grados hacia Rochers de Naye, un pequeño paraiso alpino a 2500 m. Las cosas se vuelcan de los asientos y los oídos zumban como en el avión, y ya estamos allí, en el techo del mundo lindo.
Desde Rochers de Naye se abren senderos hacia sitios increíblemente hermosos, distantes sólo 10 o 20 km. Se lee: Gstaad, Gruyere, Chateaux D’Oex...., pero debo volver a Gienbra para tomarme el avión de regreso. Ya cerca de la estación, en honor a los lugares comunes de escritores argentos que empiezan todos sus cuentos tomando caffecrêmes en la Montparnasse, me saco una foto haciendo lo mismo en un viejo bar de Montreaux. Lo he dicho? El café aquí es horrible.
Última imagen, una estatua de Freddie Mercury que no está allí por casualidad. Tal parece que Montreaux era el sitio habitual de ensayo de Queen y de otras bandas, y los turistas hacen cola para sacarse foto. Los lobos marinos de Mar del Plata no están lejanos en ese sentimiento touristy cuyo real epicentro es Miami.
Final con Ginebra
Vuelvo a Ginebra, de nuevo la ceremonia de encerrar equipaje a costa de cinco francos. En la estación hay un tablero de hoteles baratos: se aprieta un botón y se produce una llamada gratis al hotel, pero esto ya no me asombra. Encuentro el Lido, una maravilla de dos estrellas y setenta dólares absolutamente limpio y prolijo, a dos cuadras de la estación. Ensayo un diálogo inglés y dificultoso con el conserje, cuyo origen es finalmente hispánico –una de las más grandes comunidades aquí-. Switcheamos a modo español y me dice que cruce los puentes y conozca la parte vieja de la ciudad.
Salgo como poseso a recorrer la última noche en Ginebra. De nuevo, la ceremonia de opulencia y belleza. Autos increíbles, vidrieras fabulosas y –sólo quedan cien francos- unos spaghettis posibles a la vera de la catedral de Saint Pierre.
Por qué ahora, en la soledad de la última noche en Ginebra, me consuela que Manu Chao aparezca en la MTV? Veamos: los Estados Unidos tienen la espada de Damocles hispana sobre su cabeza, en Europa la gente ya no tiene hijos... OK, tal vez sea nuestro turno. Es el mejor lugar del mundo, pero tal vez no para nosotros. Y entonces, qué hace Borges aquí en el presunto mundo feliz? Qué hay de ese escándalo de cien suplementos culturales? Veamos qué opina él mismo:
“De todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas que un hombre trata de merecer durante sus viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. (...) A diferencia de otras ciudades, Ginebra no tiene énfasis. París no ignora que ella es Paris. Londres la conveniente sabe que ella es Londres. Pero Ginebra apenas sa da cuenta de que ella es Ginebra.”
DCS, Sept 2000