Friday, November 16, 2012

Constitución


Si hubiera alguien a quien hablarle, le diría que esta vez soñé en colores. Añadiría que para compensar las usuales tinieblas, la acción transcurría bajo tierra. Imagino gestos de incredulidad. Debería terminar de aclarar que en mis sueños todo ocurre de noche. No hay luces reales ni artificiales, y esto lo atribuyo a mi feroz miopía original que se hace sentir décadas después, como reclamando el lugar que ha perdido en la vigilia. En mis sueños cada objeto emite un resplandor muy débil que alcanza para nutrir los contornos y poco más. Pero esto exige que con frecuencia deba acercarme a cada letrero, cada detalle, cada rostro, para que ese pequeño fulgor, que se atenúa muchísimo con la distancia, me sirva de algo. Esto cansa, e invariablemente -al revés que en la vigilia- el cansancio en los sueños hace que uno se despierte. 

Aceptada esta rareza, esta vez soñé que con un grupo de compañeros del Pío IX cruzábamos por la galería que está en Constitución, atravesando de lado a lado una manzana entre Bernardo de Irigoyen y Tacuarí, a dos cuadras de donde yo vivía cuando era chico. Será que mi mapa mental de esta galería estaba intacto, y que tal vez por eso esta vez se veía todo. Los negocios habían cambiado o desaparecido en ruinas: no hace falta decir que esto ha ocurrido en la realidad. Mis amigos comentaban la horrible estética del lugar, la mampostería, la futilidad del entrepiso, y los negocios ominosos. Yo defendía la simpleza de la galería, guiaba al grupo entre las ruinas y contaba anécdotas de bares, peluquerías y amigos que vivían cerca. Sentía, creo, esa vaga vergüenza por el origen, que siempre nos apena -pues siempre habrá lugares que nos parezcan mejores con los años-. 

No se veían casi paseantes alrededor. Bajo el entrepiso me agaché a mirar, sorprendido, un negocio abandonado donde todavía se entreveía la mercadería, un mostrador, y los biblioratos en los anaqueles. El Rulo, Javier, Filippini y algunos más me esperaban algunos escalones más arriba. Discutían adónde iríamos a comer. Aún agachado, lloré tapándome la cara para que no me vieran. Era puro dolor por el barrio, la sociedad, y los años. No había espacio para metáforas ni para achacar culpas. La galería dolía, y las anécdotas no mitigaban nada. El grupo se dispersó mientra yo salía del sueño.